lunes, 3 de noviembre de 2014

HILANDERAS


Una de las cosas realmente mágicas de los relatos fantásticos -y cuando digo mágicas me refiero esta vez a la Magia de verdad, la que se produce realmente en nuestro mundo físico- es la posibilidad de cambiar nuestra percepción y por tanto nuestra vida, entendida como experiencia de las cosas. Lo que Tolkien llamaba sabiamente la visión renovada de la realidad.

Esa visión renovada es imprescindible para no morir demasiado pronto, porque la rutina es un gusano que a poco que te descuides te roe el corazón y el ánimo, y a fuerza de ver cosas maravillosas la Maravilla desaparece de nuestras vidas como un cuadro ante el que pasamos a diario sin percibirlo ya apenas.
Todo el mundo ha experimentado ese sentido de la maravilla en mayor o menor medida. Cualquiera que haya leído una historia de amor y haya decidido en ese momento regalarle una flor a su pareja ha sentido esa fuerza, la fuerza de recordar, de ver de nuevo ese cuadro ante el que lleva pasando un tiempo sin fijarse.
Con la Fantasía pasa igual: las historias fantásticas nos devuelven la visión limpia de una realidad, que es mágica o hermosa sólo en la medida en que la percibamos como tal.
También es verdad que hay lugares, circunstancias y momentos en los que la Fantasía lo tiene más fácil o difícil para irrumpir en nuestras vidas.
Un trabajo en una cadena de montaje o en una oficina 8 horas al día puede ponerte muy difícil recordar que en la vida hay un lugar para la sorpresa y el asombro.
Sin embargo hay personas y lugares alrededor de los cuales, a poco que te dejes llevar, la Fantasía encuentra asentadero y echa raíces, como una semilla caída en tierra húmeda.
Yo tengo la suerte de vivir cerca de uno de esos lugares en mi Córdoba natal: El Poney Pisador. 
Hay demasiadas historias alrededor de El Poney para que os las cuente aquí: El otoño empieza con su fiesta pirata, y no es raro encontrar al azar gaitas, violines y, Dios me perdone, algún bodhran tocando al fondo, debajo de la Puerta de Moria. En el Poney se han leido cuentos, cantando canciones y compartido libros.  Y sigue siendo un lugar encantador y lleno de Encanto, si ustedes saben a lo que me refiero.
Desde hace algún tiempo se reúne allí los domingos cualquier persona que quiera tejer y, ustedes me disculpan, hay cosas que no es igual hacerlas en un sitio que en otro. Al igual que no es lo mismo besar a alguien bajo la lluvia, en la tormenta, que en la mejilla al terminar de desayunar viendo la televisión.
No es lo mismo tejer una bufanda en casa a que se reúnan varias mujeres y tejan mientras charlan entre vigas de madera y toman bizcocho y té caliente. Hay algo atávico, ancestral, mágico en eso. Una Magia de la que probablemente ni ellas mismas se den cuenta pero que brilla para quien entrecierre los ojos y sepa verla. La Magia de dejar pasar el tiempo, la Magia de recordar que puedes hacer las cosas con tus propias manos, la Magia del vellón y la lana, la Magia desafiante de vestir, en un mundo donde el dinero es Señor Todopoderoso, algo que no ha podido, como la amistad y como la honradez, ser comprado.
Todo esto me lo trajo a la cabeza el grupo de tejedoras de El Poney y escribí una canción. Una canción sobre tejer: nuestras vidas, nuestro tiempo y por supuesto, también lana.
Y acaso también nubes. Y humo.



Hilanderas


Cuatro mujeres tejen las Nubes, que son el vellón del Cielo.
Una se llama Abedul. Una se llama Tejo. Una se llama Boj.
La cuarta tiene el pelo azul como un día claro.
Mira el hilo deslizarse por sus dedos, mira sus labios tejiendo la risa.

Cuatro mujeres tejen las Olas, que son el vellón del Mar.
Una se llama Arenque. Una se llama Salmón. Una se llama Fletán.
La cuarta tiene los labios rojos como una estrella marina.
La hebra del Tiempo corre rauda entre sus dedos,
el ratón que es la Muerte la busca para roerla.

Cuatro mujeres tejen el Humo, que es el vellón del Hogar.
Una se llama Cuchara. Una se llama Mantel. Una se llama Tazón.
La cuarta tiene la piel blanca de hilo fino.
Con sus nudos atan la Ventura a la cola del caballo.

Cuatro mujeres hilan lana en una mesa de roble:
El sayo que aleja el frío, la capucha que resguarda el pensamiento.
El chaleco que abriga el corazón y el guante que cobija los dedos.
Una se llama Paciencia. Una se llama Calor. Una se llama Dulzura.
La cuarta sostiene una taza humeante.
Con agujas de hueso mantienen unido lo que no debe separarse.


Córdoba. 30 de Ochobre de 2014.




Para las chicas de El Poney, para que sigan tejiendo.




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